El derecho a una buena administración, el buen gobierno y las entidades locales

Gobernanza
El derecho a una buena administración, el buen gobierno y las entidades locales
Juli Ponce Solé
Catedrático de Derecho Administrativo. Universidad de Barcelona
Fecha: 23/11/2022
El derecho a una buena administración es un rasgo de la globalización jurídica, con incidencia a nivel mundial, incluyendo Iberoamérica, región donde existe como soft law una Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en Relación con la Administración Pública, de 2013, impulsada por el CLAD y suscrita por la XXIII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, incluyendo a España, que se refiere a él repetidamente.

En el ámbito europeo, la buena administración está prevista en el art. 41 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, y ha sido reconocida en numerosa jurisprudencia del TEDH y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea desde 1955. Reconocida en diversos países (por ejemplo, en la Constitución italiana, art. 97, buon andamento, o en la Constitución finlandesa, art. 16), la buena administración como derecho y principio está también implícitamente recogida en la Constitución española, como ha señalado el Tribunal Supremo repetidamente(en vinculación con los principios de eficacia, eficiencia, economía, objetividad), y explícitamente en diversos estatutos de autonomía de última generación y otras leyes vigentes.

La buena administración como derecho y principio está implícitamente recogida en la Constitución española.

A modo de ejemplo, podemos citar la sentencia del Tribunal Supremo español de 4 de noviembre de 2021, la cual señala: “Como se desprende de lo dicho por el Tribunal Supremo el principio de buena administración tiene una base constitucional y legal indiscutible. Podemos distinguir dos manifestaciones del mismo, por un lado, constituye un deber y exigencia a la propia Administración que debe guiar su actuación bajo los parámetros referidos, entre los que se encuentra la diligencia y la actividad temporánea; por otro, un derecho del administrado, que como tal puede hacerse valer ante la Administración en defensa de sus intereses”.

Es preciso tomar consciencia de la revolución silenciosa que ha tenido lugar en la jurisprudencia del TEDH, en la del TJUE y en la del Tribunal Supremo español, que, con toda naturalidad, han pasado en los últimos años de controlar la discrecionalidad en base meramente al principio de interdicción de la arbitrariedad, entendido como ilegalidad de lo no motivado y de lo irracional, a un control más sutil y exigente, comprobando la diligente ponderación de alternativas e intereses implicados y una motivación que no solo exista y sea racional, sino además suficiente y congruente con el expediente (contamos ya con un análisis de esta jurisprudencia, con más de 80 sentencias analizadas). En aplicación de este derecho, las sentencias han reconocido la obligación jurídica de adecuado desarrollo del procedimiento administrativo para elaborar disposiciones generales (que no pueden violar los principios de buena regulación, si no serán nulas, STS de 4 de junio de 2020, rec. n.º 33/2019), el “derecho al procedimiento administrativo debido, que es corolario del deber de buena administración” (STS de 14 de abril de 2021, rec n.º 28/2020), que la caducidad de un procedimiento administrativo tiene que ser declarada formalmente antes de poder iniciar otro (STS de 3 de diciembre de 2020, rec. n.º 8332/2019), que hay que desplegar con la debida diligencia las notificaciones administrativas (STC 160/2020, STSJ Madrid 4 de septiembre de 2015), que hay responsabilidad patrimonial por (in)cumplimiento de estándares de buena administración (STSJ País Vasco 98/2019, de 4 de marzo), o, atención, que no es posible dictar providencia de apremio sobre el patrimonio si no se ha contestado un recurso administrativo previamente interpuesto (STS de 28 de mayo de 2020, rec. n.º 5751/2017), algo que ha dado lugar a críticas en mi opinión discutibles, puesto que, aunque no puedo analizar este punto ahora con detalle, estamos ante un derecho y principio constitucional que se impone a la regulación legal, modulando su interpretación por parte del Tribunal Supremo, desde el punto de vista, además, de que el principio de eficacia constitucional permite el privilegio de ejecutividad o autotutela ejecutiva, pero no lo impone, como ha declarado la STC 22/1984, de 17 de febrero, siempre y en todo caso, y mucho menos debería entenderse, pese a la regla general actual legislativa, que la CE lo acepta en conexión con una mala administración…

Estamos ante un derecho y principio constitucional que se impone a la regulación legal, modulando su interpretación por parte del Tribunal Supremo.

En definitiva, el derecho a una buena administración pone fin, ni más ni menos, al paradigma dominante tradicional en el derecho público, que ha sostenido la indiferencia del núcleo discrecional de las decisiones, también locales, para el derecho (solo ocupado en limitar la discrecionalidad administrativa mediante los elementos reglados y los principios generales del derecho, como el de interdicción de la arbitrariedad). Con las obligaciones de buena administración que se derivan de este derecho, singularmente de diligencia debida o debido cuidado en la toma de decisiones, ya no hay libertad omnímoda de elección entre alternativas indiferentes para el derecho cuando hay discrecionalidad. Esta no es arbitrariedad y debe ser buena administración. Las decisiones negligentes o corruptas no nos pueden ser indiferentes.

Asimismo, junto a la buena administración, el buen gobierno se extiende al poder legislativo y judicial y se expresa en principios jurídicos que dirigen y limitan la actuación de cargos electos y altos cargos en el poder ejecutivo, los cuales han sido recogidos en la Ley 19/2013 y leyes equivalentes autonómicas, afectando también al nivel local, asociados a la posible comisión de infracciones y la imposición de las correlativas sanciones.

La defensa y promoción de la buena administración y del buen gobierno requieren un despliegue de numerosas técnicas jurídicas, que solo en parte han sido incorporadas en las leyes de transparencia y buen gobierno: desde la mejora regulatoria o better regulation, hasta el reforzamiento de los controles externos no judiciales de la Administración, pasando por la regulación de los lobbies, la importancia de que exista una infraestructura de integridad, o el papel de las cartas de servicios como instrumentos jurídicos de fijación de estándares obligatorios de buena administración, por citar solo algunas.

La defensa y promoción de la buena administración y del buen gobierno requieren un despliegue de numerosas técnicas jurídicas.

En definitiva, el derecho —el derecho local también—, en el concierto de las ciencias sociales, no puede, no debería, renunciar a su parte de responsabilidad en la garantía de la calidad de lo público en el marco de un Estado social y democrático de derecho que funcione y no sea fallido. Palabras como evaluación normativa ex ante o ex post, derecho conductual y nudges, cargas administrativas, principio de precaución social, plan anual normativo, consultas al público, conflictos de intereses, indicadores principios de buen gobierno y de buena regulación, entre otras, se han incorporado ya a la lengua de la buena gestión pública y de los derechos del siglo XXI y han llegado para quedarse.

¿En qué afecta todo ello a las entidades locales y a los servidores públicos de estas? Más bien la pregunta sería: ¿cómo podrían quedar al margen las entidades locales de estos avances? La respuesta es que de ningún modo, y ello afecta al menos a tres ámbitos a tener en cuenta en las cuestiones cotidianas tratadas por los servidores públicos de los entes locales:

1. Al preparar y tomar decisiones administrativas en el desarrollo de políticas públicas dichos servidores deben conocer las obligaciones jurídicas concretas de la buena administración, algo que debería ser promovido especialmente entre y por los secretarios de Administración local, que se derivan de las normas y jurisprudencia citada. Su violación puede conducir a la correspondiente reacción jurídica (queja a los ombudsmen, recursos…) y llegar, como es ya frecuente, a la anulación judicial de las mismas y otras responsabilidades.

2. Al desarrollar funciones de gobierno, los cargos electos y altos cargosdeben perseguir la buena administración y el buen gobierno, diseñando normas y ejecutándolas de conformidad con las técnicas aquí meramente aludidas. Y, por supuesto, no pueden violar los principios jurídicos de buen gobierno, los cuales pueden dar lugar a las reacciones correspondientes ya aludidas, incluidas las denuncias por comisión de infracciones tipificadas.

3. Los niveles estatal y autonómico, cuando adopten decisiones afectando a los entes locales, deben respetar las exigencias jurídicas de la buena administración y el buen gobierno. En cuanto a la buena administración, esta exige una obligación jurídica de diligencia debida o debido cuidado al considerar los intereses locales implicados en la toma de una decisión por parte del Estado o de las comunidades autónomas. Así se ha señalado en la STC 13/1988, de 22 de enero. Por su parte, la STS de 30 de noviembre de 1993, por ejemplo, ha subrayado que “lo que también aparece claro es que [un] Ministerio no podía actuar, al dictar [una] Orden impugnada, con la total descoordinación con que lo hizo respecto al Municipio porque al obrar así incumplía también el deber que le imponían el art. 103.1.º de la Constitución y el 55 de la Ley de Bases de Régimen Local, cuya inobservancia por la Orden recurrida haría también inevitable su anulación».

En cuanto a los principios de buen gobierno, se impondría la misma obligación ya no al ejercicio de funciones administrativas, sino también al ejercicio de funciones propias de los Gobiernos estatal y autonómicos y también de los legisladores: no puede legislarse por parte del Estado ni de las comunidades autónomas sin una consideración atenta de los intereses y competencias implicados del nivel local, y el proceso de elaboración de proyectos de leyes debiera demostrar el cumplimiento de esta obligación, dejando constancia del mismo en la Memoria de Evaluación de Impacto Normativo.

No puede legislarse por parte del Estado ni de las comunidades autónomas sin una consideración atenta de los intereses y competencias implicados del nivel local, y el proceso de elaboración de proyectos de leyes debiera demostrar el cumplimiento de esta obligación, dejando constancia del mismo en la Memoria de Evaluación de Impacto Normativo.

En fin, ha sido dicho que el siglo XXI debería ser el siglo de la buena administración, de acuerdo con Cassese, recuperando así elementos destacados hace más de un siglo ya por Hauriou. En el siglo XXI, el derecho público puede y debe contribuir a la buena administración, la prevención de la mala administración y de la corrupción, y a la reacción contra estas. En ese sentido, si, como ha sido dicho, del paradigma de la burocracia weberiana se pasó al de la nueva gestión pública y de este al de la gobernanza, en la actualidad todos los desarrollos internacionales apuntan a un nuevo paso hacia el buen gobierno y la buena administración (véase “Public Administration after ‘New Public Management’”, OCDE, 2010).

¿Conocen los servidores públicos de las entidades locales las obligaciones jurídicas aquí expuestas? Esperamos y suponemos que sí… ¿Se está en condiciones de darles adecuada respuesta en la actualidad? Confiemos que así sea también…, pero comprobémoslo y corrijamos y modifiquemos lo que sea preciso en pro del buen gobierno y la buena administración.

Autor/a: Juli Ponce Solé

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