Al cumplirse cuarenta años de la Ley de Bases de Régimen Local (LBRL), cabe preguntarse si el marco jurídico diseñado en 1985 ha sabido dar respuesta al fenómeno más transformador del territorio español: la consolidación de las grandes áreas urbanas. Hoy en día, según el reciente informe Áreas urbanas en España 2025, más del 69 % de la población vive en estas aglomeraciones, y en ellas se concentra el 77 % del empleo. Y, sin embargo, nuestra arquitectura legal sigue atrapada en moldes pensados para un mapa municipal muy distinto al que tenemos.
La primera respuesta del legislador al desafío urbano llegó seguramente tarde, con la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, que incorporó un régimen especial para los municipios de gran población. Su intención era clara: modernizar la organización municipal, reforzar la participación ciudadana y agilizar la gestión. Pero más de veinte años después, el balance es agridulce. Se creó un modelo organizativo rígido y uniforme, que se aplica tanto a grandes capitales como a ciudades medias como Cuenca o Gandía. El resultado ha sido una estructura sobredimensionada en algunos casos y claramente insuficiente en otros. Además, la reforma se centró en el organigrama, dejando intactas las dos cuestiones que realmente marcan la diferencia: las competencias y la financiación.
La Ley 57/2003, de 16 de diciembre, incorporó un régimen especial para los municipios de gran población. Su intención era clara: modernizar la organización municipal, reforzar la participación ciudadana y agilizar la gestión.
El segundo gran intento de adaptar el derecho local a la realidad urbana fueron las áreas metropolitanas. La LBRL de 1985 ya preveía su existencia, pero con un carácter potestativo que las ha condenado a la marginalidad. Salvo el Área Metropolitana de Barcelona, las experiencias han sido efímeras, conflictivas o directamente anuladas judicialmente, como ocurrió en Vigo. El legislador estatal cedió casi toda la iniciativa a las comunidades autónomas, y estas han visto a los entes metropolitanos más como competidores que como aliados. Mientras tanto, la cooperación intermunicipal ha quedado en manos de mancomunidades, consorcios y fórmulas sectoriales, útiles, pero a menudo incapaces de afrontar retos transversales de gran envergadura como la vivienda, la seguridad o el cambio climático.
El legislador estatal cedió casi toda la iniciativa a las comunidades autónomas, y estas han visto a los entes metropolitanos más como competidores que como aliados.
Seguramente, frente a este panorama, las únicas excepciones sean Madrid y Barcelona, que cuentan con regímenes especiales propios: la Ley de Capitalidad de Madrid (2006) y la Carta Municipal de Barcelona (1998), complementada con la Ley estatal reguladora del Régimen Especial del municipio de Barcelona (2006). Aunque ambos instrumentos han representado avances en el reconocimiento de la complejidad institucional y funcional de estas ciudades, también ahí se nota el paso del tiempo. De manera que su actualización normativa resulta también necesaria para adecuar sus previsiones competenciales y financieras a los desafíos actuales de la gobernanza urbana.
¿Por qué importa todo esto ahora? Porque el debate ya no es académico, sino político e incluso social. La financiación del transporte metropolitano, la gestión de la vivienda en los entornos urbanos tensionados o la planificación de infraestructuras con impacto regional nos recuerdan cada semana que los problemas no entienden de términos municipales. Y sin un marco jurídico sólido, se corre el riesgo de seguir improvisando soluciones fragmentarias.
La financiación del transporte metropolitano, la gestión de la vivienda en los entornos urbanos tensionados o la planificación de infraestructuras con impacto regional nos recuerdan cada semana que los problemas no entienden de términos municipales.
De ahí que la conmemoración de los 40 años de la LBRL pueda servir para abrir nuevamente el debate sobre la singularidad de las grandes áreas urbanas. Un debate que permita superar la rigidez del Título X de la LBRL, que clarifique la figura de las áreas metropolitanas y que dote a las grandes ciudades de las competencias y recursos necesarios para gobernar lo que ya son auténticos sistemas urbanos complejos[1].
Hace ya algunos años, el urbanista François Ascher hablaba de “metápolis” para referirse a la ciudad del siglo XXI, concibiéndola como una gran conurbación, extensa y discontinua, heterogénea y multipolarizada[2]. Seguramente, España la habita ya, pero nuestro derecho local sigue en buena parte anclado en la homogeneidad del municipio decimonónico. La cuestión, en definitiva, es si seremos capaces de actualizar el marco jurídico para que nuestras grandes urbes puedan afrontar con garantías los desafíos del futuro.
Autor/a: Marc Vilalta Reixach
imagen: «iStock.com/Grandfailure/»
[1] Algunas propuestas sobre estas cuestiones pueden encontrarse en Vilalta Reixach, M. (2025). Regímenes jurídicos especiales de las grandes aglomeraciones urbanas. Balance de los 40 años de la LBRL. Cuadernos de Derecho Local, 68, 490-524.
[2] Ascher, F. (2007). Los nuevos principios del urbanismo. El fin de las ciudades no está a la orden del día (pp. 56-57). Madrid: Alianza Editorial.

