1. El problema de fondo en la relación entre la política del agua y el urbanismo ha sido, a mi juicio, siempre el mismo. En síntesis, ese problema entraña una paradoja difícilmente salvable que puede sintetizarse en esta afirmación: en qué medida y de qué modo la política hidrológica puede estar al servicio de otras competencias como las urbanísticas —ex art. 40.2 del Texto Refundido de la Ley de Aguas, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de julio (TRLA, en adelante)—, si, al tener por objeto la gestión de recursos escasos, puede ser al mismo tiempo una competencia que condicione a aquellas que requieran del agua para su materialización. La respuesta a esta diatriba se ha dado desde dos perspectivas opuestas: desde un planteamiento positivo, se ha afirmado que la política del agua debería planificar y gestionar los recursos hídricos para que haya agua para nuevos desarrollos urbanísticos; por el contrario, desde una perspectiva negativa, también se ha dicho que solo cabría plantear nuevos proyectos urbanísticos siempre y cuando “sobre” agua, otorgando preferencia a fines estrictamente ambientales —calidad del agua, caudales ecológicos—.
El problema de fondo en la relación entre la política del agua y el urbanismo ha sido, a mi juicio, siempre el mismo. En síntesis, ese problema entraña una paradoja difícilmente salvable que puede sintetizarse en esta afirmación: en qué medida y de qué modo la política hidrológica puede estar al servicio de otras competencias como las urbanísticas.
Hace unos cuantos años alguien me dijo que la política del agua no podía impedir una política urbanística de competencia de otras Administraciones territoriales. Si tomamos el verbo “impedir” stricto sensu, debo estar de acuerdo. Si, por el contrario, entendemos “impedir” de forma relativa, esto es, como condicionar fuertemente, entonces yo creo que ni estuve ni estoy de acuerdo. Es más, tanto el derecho positivo como la jurisprudencia, del mismo modo que las evidencias sobre el futuro estimado en torno a los recursos hídricos, no solo corroboran, sino que tienden a intensificar esa consideración.
Hace unos cuantos años alguien me dijo que la política del agua no podía impedir una política urbanística de competencia de otras Administraciones territoriales. Si tomamos el verbo “impedir” stricto sensu, debo estar de acuerdo. Si, por el contrario, entendemos “impedir” de forma relativa, esto es, como condicionar fuertemente, entonces yo creo que ni estuve ni estoy de acuerdo.
2. Los criterios legales establecidos para articular el encaje entre los fines propios y superiores de la política del agua y su relación vicarial con otras competencias se han concretado en dos aspectos que, en la práctica, han sido polémicos por igual: lo sustantivo y lo procedimental.
Los aspectos sustantivos se difuminan en la articulación de funciones con un altísimo componente discrecional en una materia complejísima y trufada de retos de enorme trascendencia —cambio climático, sequías, inundaciones, caudales ecológicos, calidad del agua y contaminación, reutilización, desalación…— y donde confluyen intereses de distintas Administraciones públicas —medio ambiente, ordenación del territorio, urbanismo…—. Y, por lo que se refiere a los aspectos de naturaleza procedimental, estos se han articulado fundamentalmente con base en una regulación confusa e incompleta en torno a la articulación y efectos del trámite de consultas a los organismos de cuenca sobre la garantía de disponibilidad de recursos para nuevos desarrollos urbanísticos —ex art. 25.4 del TRLA—, que han tenido que ser corregidos abiertamente a nivel jurisprudencial. Después de décadas de una labor jurisprudencial profunda, los criterios legales han evolucionado hasta instalarse en una certeza. La que se concibió como una política al servicio de otras, como las urbanísticas, se ha convertido, definitivamente, en determinante del ejercicio de esas otras competencias: “sin agua, no hay plan”. Conclusión: los objetivos de la política del agua prevalecen y condicionan definitivamente a otras políticas con incidencia en el territorio.
3. La evidencia más relevante de lo dicho la encontramos en la doctrina jurisprudencial en relación con el mencionado informe de disponibilidad de recursos hídricos. El legislador estatal se ha destacado por haber abordado la ordenación de este trámite clave para la coordinación con la Administración urbanística de un modo muy criticable: normas confusas, normas solapadas, normas que no terminan de aprobarse… Con ese panorama, y ante una legislación no definitoria de aspectos fundamentales del informe tales como su contenido, su eficacia o, incluso, los casos en que la consulta se ha de considerar preceptiva, la jurisprudencia ha tenido que poner orden. Cuando el legislador no cumple con su papel, son los altos tribunales quienes tienen que venir a corregir y suplir con su jurisprudencia la incapacidad ordenadora del legislador.
Entre los avances jurisprudenciales más importantes, yo destacaría tres aspectos. Primero, desde la perspectiva del contenido del informe, la jurisprudencia ha insistido en que “cumplir el trámite” solicitando el informe y/o remitiendo un informe sin un contenido adecuado y suficiente es tanto como no haber satisfecho el trámite. Esta doctrina es muy importante para la sustantivización material del informe, superando una percepción formalista y desustancializadora de la labor del órgano informante. Por otro lado, y también desde la perspectiva del contenido del informe, la jurisprudencia ha entendido que la disponibilidad de recursos para nuevos desarrollos urbanísticos implica “disponibilidad material y jurídica”. Esto implica el deber de contar con las concesiones y los títulos administrativos correspondientes que legitimen el aprovechamiento.
Otro aspecto fundamental se refiere a la preceptividad del informe. La jurisprudencia más moderna ha asumido algunas excepciones a la obligación del informe preceptivo sobre la existencia de recursos hídricos que parecen razonables. Primero, y en buena lógica, cuando no se contemplen nuevas demandas de recursos hídricos; segundo, cuando esa actuación sea un desarrollo o aplicación de un previo instrumento de planeamiento que ya hubiera sido objeto de informe previo favorable por parte de la Confederación Hidrográfica.
Finalmente, en tercer lugar, y probablemente el aspecto más relevante, es el que atañe a la eficacia del informe del organismo de cuenca. Frente a la confusa regulación legal, la jurisprudencia ha mantenido una interpretación finalista favorable a declarar la eficacia vinculante del informe. A mi juicio, esta conclusión no solo es acertada, sino que ha puesto coto a una práctica administrativa urbanística que ponía en tela de juicio la efectividad de las políticas hídricas, precisamente por no considerar vinculante el informe.
Añádase a esta doctrina del Tribunal Supremo la importantísima jurisprudencia sobre suspensión cautelar de planes urbanísticos. Esta doctrina ha sido fundamental para evitar la consolidación de realidades contrarias a cualquier parámetro de racionalidad y sostenibilidad: nuevas urbanizaciones sin agua. La práctica era verdaderamente desalentadora: 1.º) Era más habitual de lo razonable la desconsideración del informe del organismo de cuenca, algo que se confirmaba tanto por la omisión misma de su petición, como en la pretensión de su sustitución por otros informes —en los términos de la legislación autonómica, siendo especialmente llamativo sobre todo si se trata de entidades concesionarias de la Administración promotora—, como por la desconsideración de su contenido. Lo peor de todo es que la propia Administración urbanística promovía y daba apoyo a esas iniciativas, resguardándose en el hecho de que los informes de la Administración hidrológica no eran vinculantes; 2.º) En estas condiciones, la garantía del abastecimiento —por los medios que fuera— una vez aprobado el plan era el dato clave, con independencia de la prueba real de recursos disponibles, lo que en última instancia suponía que las decisiones urbanísticas predeterminaban las decisiones en materia hídrica.
4. En definitiva, la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha servido para frenar un estado de la cuestión que era insostenible, así como para fortalecer la competencia de los organismos de cuenca. Cuando el legislador no regula una cuestión con diligencia, claridad y precisión, sucede que los altos tribunales tienen que asumir un papel que, en un principio, no se corresponde con el que define su jurisdicción: tienen que crear derecho haciendo decir a las normas que se interpretan lo que realmente no dicen o no dicen a las claras.
Cuando el legislador no regula una cuestión con diligencia, claridad y precisión, sucede que los altos tribunales tienen que asumir un papel que, en un principio, no se corresponde con el que define su jurisdicción: tienen que crear derecho haciendo decir a las normas que se interpretan lo que realmente no dicen o no dicen a las claras.
Este post tiene su origen en el artículo: “Agua, planificación y desarrollo urbanístico”, publicado en la revista Cuadernos de Derecho Local (QDL), núm. 67.
Autor/a: Jorge Agudo González

